Ambulantes

Por los caminos de la Sierra muchos valverdeños (algunos en la foto de cabecera de D. Pedro Blanco) salían a comprar o vender, tirando del ramal de sus caballerías. Llegaban hasta Buitrago con sus mantas de sayal, e incluso hasta Madrid a hacer sus encargos. El tío Martín (en la foto de abajo) y sus hijos había hollado muchos caminos y llevado su puesto a muchos pueblos y hoy les recordamos, recién perdida la compañía de Juanito. En su memoria homenajeamos hoy a cuantos llegaban ofreciendo sus servicios a Valverde, como ellos lo hacían desplazándose a otros pueblos.

Ambulantes.

(Me siento en un poyo junto a unos serranos; sin prisa, me cuentan historias de su juventud, con respeto y cariño hacia los protagonistas. Todo, casi, es verídico).

Conocían a todos los serranos, sobre todo, ellos, a las mujeres. Con ellas hacían más tratos y tenían más trato. Algunos decían que de los primeros, poco, y de lo otro, mucho. Ellos, en su inocencia, se lo creían. Pícaros, socarrones, parlanchines…. Tenían pateados todos los caminos, abiertos a pico por los serranos. A veces atollados en el barro o la nieve. Eran como los del congelado o los meloneros de ahora, pero sin furgoneta ni altavoces, sólo la mula… ¿cómo aguantarían las sardinas en los serones tras su periplo desde tierra Aranda y el Cantábrico? Ahora que recuerdo, la primera sardina, comida cruda, picaba un poco…

Ofrecían lo que no tenía nadie, su llegada era un acontecimiento: “¡El componedooor, paragüero!”, “¡Ha llegado la Paz con pescado!”,“¡Viene el confitero!”, “¡Han llegado los húngaros, traen la cabra”¡ “¡Está en la plaza el Cuerpoazúcar” “¡Mañana viene Solera,!” “¡Viene el peluquero, trae bigudíes y pinzas para la permanente¡”…

 Teodoro, “Cuerpoazúcar” (a quien vemos en un fotograma de la serie “De antaño a hogaño” de Pedro Vacas) era de Torremocha. En Galve, en una capea, una galvita quedó prendada de su garbo y donosura. No era torero, pero capeó la vida. La galvita le llamó como la pedía el cuerpo, no sabemos si lo probó, y con el alias se quedó. Luego él presumiría de mote y de palmito en las plazas, guiñando un ojo. Su taller de componedor era un museo y su charla, una película. Tras ser popular antaño por estos andurriales fue famoso para la televisión de hogaño. Y pasó a la eternidad con ritmo de pasodoble de la mano de Antonio Trijueque.

(Entre recuerdo y recuerdo lían un cigarrillo, miran a lo lejos y pasan la bota: ”tome usted, que en el comer y beber se conoce a los hombres”)

A veces tenían que cruzar el Jarama o el Jaramilla, el Sonsaz, el Sorbe o el Bornova. Un día en la Puente del Canto, a Antonio, cacharrero de Vinuesa, se le volcó la carga; cortó las sogas, salvó la vida y el pollino, pero perdió los cacharros en el río. Después de él, Nazario, de Cantalejo, perdió también la loza por una espantada del pollino que había comprado al Solera. Unos kilómetros más abajo le pasó lo mismo a Máximo, el “Cojo las estampitas”, el “hombre los borriquillos”. Sobre sus asnales lomos extendía sus productos: puntillas, hiladillos, cenefas… En la guerra la metralla le destrozó una pierna. El Régimen le concedió pensión y salvoconducto para venta ambulante por la sierra. Su devoción, y la del Movimiento, le obligaban a llevar estampitas, rosarios y escapularios. Las mujeres eran su clientela preferida, las “meonas”, lo que le valió merecer dicho apodo, “el tió meón”. Donde de verdad lo fue, del susto, fue cruzando el Sorbe. La riada, su cojera y el pánico de los jumentos le llevaban al desastre: tiró su bota a la otra orilla, pero no la pata de palo. Los burros rebuznaban, el cojo gemía: “ ¡Máximo que vas patrás! ¡Ay mis puntillas, ay mis botones¡”. Afortunadamente pasó por allí, Mariano, (a quien vemos en la foto adjunta) capataz de los pinos, salvándolo del naufragio. De la ruina total lo salvó la tía Dolores, de Tamajón, donde acabó su vida…

(Los serranos no tienen prisa, no acaban de contar anécdotas, sonríen con sorna recordando a todos los tratantes, vendedores, titiriteros, la tarde cae…)

La mula del “Ciego de las coplas” conocía todos los caminos, aunque seguro que en alguno se perdió. Recorría los pueblos pregonando sus productos por orden: ¡”…calendarios, cartones, cartillas, catecismos …”! Vendía coplas por cuatro céntimos, en pliegos de cordel, y las recitaba en la plaza o en el juego de bolos: “Pongan atención, señores, lo que les voy a contar, de un suceso que ha ocurrido con un joven militar…”

De vez en cuando aparecía por los pueblos del Concejo “Solera”: Herminio, de Bustares, llevaba sus realas de mulas, trabajadoras, apreciadas por la Sierra, y también de burros, cabezones. No faltaba en la feria de Cantalojas, aunque allí la competencia era aguerrida. Y tampoco el alboroque, que cerraba el trato cuando no era necesario contrato ni declaración de IVA. Llegada la función aparecían los confiteros, “Linos”, de Veguillas o “Solfa” de La Bodera: almendras garrapiñadas, regaliz, barquillos… Algunos acababan en manos de los serranillos, rapiñadas en un descuido: “¡Como os coja…¡”. El padre del “Solfa” estudió solfeo en Atienza y presumía de ello: “Doy Solfa”. Y solfa era lo que pretendía zurrar a los golfillos traviesos.

Adiós a Simón de Santibañez, vendedor de bacalao, a los afiladores gallegos, a Alejandro de Huerta del Rey, el de la cera y las pieles, al capador, a los “húngaros”, los esquiladores… Adiós y Paco y Juanillo y a su puesto en el juego de bolos…

(El repertorio es inagotable, se quedan hablando y recordando viejos tiempos… Cojo el coche y me voy para la ciudad, que tengo que ir al hiper, me llega un envío de Amazon y tengo un montón de wasaps para contestar en el móvil).

N.B. Una versión del presente relato fue presentada al I Certamen de relatos breves Francisco Martín “Larami”, cuya segunda edición ha sido recientemente convocada por la Asociación Serranía de Guadalajara.

 

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