De ánimas, machorras y Tenorios
El día 2 de Noviembre es la Fiesta de los Fieles Difuntos. El calendario laboral y festivo y la celebración de Halloween han relegado la efemérides dedicada a nuestros muertos. Siguen las visitas a los cementerios, las flores… pero los tiempos van cambiando. Así eran las costumbres de antaño y son las de hogaño.
Antaño la celebración de esta fiesta en Valverde tenía dos componentes: el religioso y doliente, dedicado a honrar a los que se fueron, y el festivo, regocijante dedicado a divertirse los que se quedan.
El mes de las ánimas.
El mes de noviembre, directamente, era todo él dedicado a los fieles difuntos. Los preparativos comenzaban semanas o meses antes. Por un lado, había que preparar las velas y los veluches para enrollar en la tablilla que luego se colocaba delante de la sepultura en la ermita o en el suelo de la iglesia, para encender durante las celebraciones. El sacerdote, al finalizar la misa, con vestimenta negra, se detenía a rezar un responso por las intenciones de cada solicitante. Cada mujer tenía su sitio reservado y permanecía de rodillas encima de una almohadilla en el suelo. El bonete recibía la caridad que cada una consideraba oportuno.
Previamente al comienzo del mes se elegía una animera que parece que, últimamente, pertenecía a la Cofradía del Señor. Con anterioridad el cargo lo ostentaba una de las cofrades de la Memoria de las Ánimas. La encargada recorría el pueblo, llevando el macho tirando del ramal con una mano y acompañada con la otra por un toque de campanilla. Quizás, en tiempo sin luz, se acompañaba de un farol, en una imagen un tanto inquietante. Según iba repicando por el pueblo al anochecer, desgranaba una cantinela de puerta en puerta: “¡una oración y una limosna para las benditas ánimas del Purgatorio!”. El momento causaba un cierto estremecimiento de los niños y provocaba el respeto y los rezos de los mayores. La costumbre es similar a la que se celebraba en muchos lugares de nuestra península y recuerda la descrita en La Alberca como la “esquila de ánimas”.
También era función de la animera tener una vela encendida en la iglesia en el lugar dedicado a todos los fieles difuntos para que, al finalizar los “Paternoster” dedicados a cada difunto, se ofreciera otro por los difuntos en general y por las ánimas del Purgatorio.
A falta de efectivos, ya que casi no se disponía de dinero en metálico, se entregaba una cestilla de patatas o unos huevos y el importe final de lo recogido se destinaba a celebrar una novena de misas por las ánimas del Purgatorio.
Durante la vigilia de ánimas, del 1 al 2 de noviembre, el sacristán pasaba la noche tocando a clamor, (distinto del toque de ánimas de cada tarde): un toque lento en cada campana, grande y pequeña cuando las hubo, o un toque de badajo y otro de martillo cuando sólo quedó una campana. Dicen que esa noche los animales en los establos y los perros estaban inquietos, no se sabe si por la presencia de las ánimas o por lo inquietante de los toques en la noche. Todos los rebaños habían sido ya recogidos en las casillas, tras pasar el buen tiempo en el campo, y se decía también que, si se habían quedado en el campo, se mostraban especialmente inquietos, por la referida presencia nocturna o por los repiques de clamor de las campanas del pueblo y de las de los alrededores.
Las visitas a la sepultura, en la ermita, no faltaban a lo largo del año, pero sobre todo se producían, además de en los aniversarios, en el Novenario de las Animas o incluso durante cada día del mes completo de noviembre. A veces la visita, menos formal pero entrañable, se realizaba, breve y entre tarea y tarea, a la ventanilla de la parte de atrás de la ermita, desde la que se contemplaban todas las sepulturas y el altar.
En el Novenario de Animas, celebrado los nueve primeros días de noviembre, se rezaba el Rosario, se leían ejemplos de condenas o salvaciones de ateos o piadosos y al final, con su voz y entonación característicos y ambiente un tanto tétrico, se entonaba por el Sacristán, el tío Cándido, la canción «Rompe, rompe mis cadenas».
En medio de la iglesia durante este Novenario se colocaba lo que se denomina el Catafalco. Las andas donde se transportaban los difuntos para el entierro, eran recubiertas de ornamentos sagrados negros. Sobre dicho túmulo se colocaban el bonete del cura, una calavera y un par de huesos en aspa, de modo que parecieran dos brazos cruzados sobresaliendo de entre las mangas de los ornamentos.
Curiosamente, hubo también una representación de la obra Don Juan Tenorio, (no sabemos si fue en estas fechas) en la que Mary Benito hizo de Dña. Inés. Quizás fue cuando ella estuvo de maestra en el pueblo, pero no constan más detalles del acto.
La fiesta de la machorra.
Por su parte, los mozos celebraban una fiesta que suponía un cambio de ciclo anual, a mitad de camino del otoño, con renovación de cargos, sacrificio de una res y apoyo a las tareas del sacristán en la noche de ánimas.
Previamente seleccionada la víctima, una res estéril o ya vieja, se sacrificaba la víspera de Todos los Santos, si no había sido previamente escamoteada y escondida por las mozas. Tras veinticuatro horas de oreo, en la tarde de todos los Santos se producía la concentración de mozos en la posada, la taberna de la tía Sara. Se guisaba en la lumbre de leña y, en ocasiones, las mozas intentaban estropear la fiesta de alguna manera, incluso arrojando alguna sustancia u objeto por la chimenea para que cayera en la sartén del guiso.
Durante la cena, siempre con bromas y chascarrillos, se elegía el alcalde de los mozos, que a su vez nombraba a sus ayudantes: los rondistas, los cocineros, el escanciano y el candilero, encargado de espabilar el candil si este se ponía mortecino. El alcalde tenía sus obligaciones y privilegios y, estando habitualmente la mediafuente con la comida en el centro, dejaba caer disimuladamente un “moto” de pan. El mozo que no se percatara de la maniobra del alcalde y se comiera el moto, se comía también el marrón y era multado. El final de la celebración lo protagonizaba la ronda y el baile en la casa la villa
Llegando ya la noche de difuntos podía celebrarse una partida de cartas. Durante la misma, que podía durar toda la noche, los mozos se iban turnando para acompañar al sacristán que permanecía en la torre del campanario con el toque de clamor.
Terror en El Portalejo, horror por las calles.
Los tiempos cambian, lo que antaño era cena de la machorra ahora es chocolate para todos y cena de organizadoras. Calabazas con dientes y velas hubo en un tiempo, no siempre para los Santos, y ahora proliferan con más imaginación. Y, ya que no hay colegio para los niños, ni niños para el colegio, las jóvenes nos convocan en el terrorífico colegio del El Portalejo para darnos una lección de lo que eran los horrores de antaño.
La esquila de ánimas ya no recorre nuestras calles pidiendo limosna y oraciones. Las calles están más iluminadas, las casas tendrán aspecto de mansión de los espantos y por la puerta de cada casa desfilará el jurado que dictamine la fachada más pavorosa. Y Doña Inés y Don Juan Tenorio representarán la escena final del cementerio en la plaza de El Portalejo
A lo mejor algún día, niños de colegio y padres de pueblo recorrerán de nuevo nuestras calles el resto del mes de noviembre y de todo el año. La despoblación habrá terminado.
O no. Y todo esto será de nuevo memoria y ya tradición, que se va haciendo cada día.
Dos artículos referentes al tema, de José Fernando Benito y de José María Alonso fueron publicados en los Cuadernos de Etnología de Guadalajara en 1988 y 1995. Consúltalos aquí: https://valverdedeocejon.com/wp-content/uploads/2024/11/La-machorra.pdf
https://valverdedeocejon.com/wp-content/uploads/2024/11/Ritos-funerarios-Cuadernos-27.pdf