El día que descubrí Valverde (Por Antonio Herrera Casado)

Las cosas grandes y fuertes que nos sobrevienen en la vida, quedan marcadas con firmeza en las volutas encefálicas. Quiero decir: que esas sorpresas impactantes que de vez en cuando nos ocurren, gracias a fenómenos fisiológicos específicos se mantienen vivas en la memoria durante mucho tiempo, algunas durante toda la vida.

Yo puedo decir que tengo la suerte de haber descubierto el mar a edad juvenil, y el impacto que me causó, teniendo 18 años, ver el Cantábrico batiéndose contra los acantilados en Cabo Mayor, junto a Santander, y verlo por primera vez, me dejó una huella que aún hoy cierro los ojos, y lo veo, lo escucho. Siento el mar. Por eso le tengo tanto respeto.

También guardo en la memoria, con nitidez de imagen y de sentimientos, el día que vi Atienza por primera vez. Iba de acompañante en el Seat 600 de mi padre, y al remontar el cerro de Cantaperdices, apareció una Atienza a la que todavía le quedaba el torreón de su castillo derruido y amenazante. Aquella visión fue tan impactante, que hoy quisiera poder volver a vivirla, ver ese pueblo de Castilla por primera vez.

Me pregunta José María Alonso Gordo por si un acaso me quedara el recuerdo de cuando vi por vez primera Valverde de los Arroyos. Y me alegra acudir a este llamado, porque lo recuerdo vívidamente, con detalles incluso. Fue un día de primavera avanzada, quizás mayo o ya junio, de 1973. Acababa de regresar de mi estancia en Ceuta cumpliendo el servicio militar. Y me dijo Jesús García Perdices, que era amigo de la familia, que si me apetecía ir a conocer Valverde de los Arroyos. Que él había estado ya anteriormente, y que le parecía tan fantástico que quería ir otra vez, para escribir sobre él, y publicarlo en Nueva Alcarria. Yo empezaba en esas lides, por entonces. Pero ninguno de los dos disponíamos de automóvil para viajar hasta allí. El caso es que –no sé de qué manera– García Perdices se las ingenió, y la Diputación Provincial dispuso que pudiéramos usar un Land Rover de su flota, con el correspondiente conductor a nuestra disposición, durante un día.

El viaje no lo recuerdo, aunque sé que desde Humanes la carretera era de tierra. Pasado Tamajón, el trazado se complicó. En alguno de los vados entre Almiruete y Palancares, el vehículo tuvo que hacer maniobras complicadas, porque bajaba mucha agua de la montaña, y desbordaba los puentecillos. La llegada final a Valverde fue lo que se me quedó grabado. Entre las arboledas que despuntaban verdes, se alzaba en lo alto el caserío de color oscuro, pizarroso, y como con misterio. Todo era silencio. El arroyo de Las Chorreras bajaba pleno, y el camino ofrecía un puente para pasarlo y arribar a la cuesta de subida al pueblo. El conductor, más ducho, dijo que no se atrevía a pasar sobre el puente (cuyos restos vemos en la imagen adjunta). Estaba muy deteriorado, y el jeep podía sufrir una caída. Con ello, “ni corto ni perezoso”, se metió en el agua, y atravesó el arroyo sobre los cantos y rodeado de aguas a lo bravo. Una vez en la otra orilla, secándonos un poco de las mojaduras, dimos vista al pueblo.

Valverde era entonces como es hoy (lo cual es un mérito que dice mucho en favor de sus pobladores, que lo han sabido cuidar de maravilla) un conjunto de grandes y graves edificios de piedra gneis, tejados de pizarra, y escuetas puertas y ventanas. Todo en cuesta, con arroyos junto a las casas, con una plaza grande que tenía una fuente vieja, un espacio reservado al juego de bolos, y un pavimento (esto se me quedó grabado) de cantos enhiestos que costaba pisar, y sortear en algunos lugares a medio desbaratar, hasta llegar a la era, donde pude ver el Ocejón, en su magnificente descaro, rodeado de esos bosques de castaños, encinas y robles. Todo como hoy, sin pinos, pero hace 50 años. Esa imagen es la primera que tengo, grabada en mi memoria, de Valverde de los Arroyos.

Antonio Herrera Casado, cronista provincial de Guadalajara

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