AQUELLOS BAÑOS (J.F. Benito)
No había, en los años cincuenta del pasado siglo, agua corriente en las casas de Valverde. No existía, por tanto, la posibilidad de baño o ducha en los hogares. El balde de zinc era la posibilidad única de lavarse algo más que cara o manos. Pero se disponía de unos pozos en el arroyo que, más que lavar, purificaban nuestros cuerpos con sus aguas gélidas y trasparentes. Es cierto que no todo el mundo acudía a ellos: mayores de treinta años, pocos; mayores de cincuenta, ninguno; mujeres, escasas.
Éramos los niños, los mozalbetes y aún los mozos, quienes más utilizábamos esos sencillos baños públicos. El baño de los trilladores tras soltar, era casi imprescindible (el tamo en el cuerpo no era muy agradable), aunque si el sol se había puesto ya por el Cerro de Umbralejo, exigía preparar una fogata junto al pozo para no congelarse uno al salir del agua. En fin, en bañador o en “coletes”, los bañistas acudían a los benditos pozos. Se me olvidaba decir que la temporada de baños era más bien corta; digamos que comprendía los meses de Julio y Agosto, hora más u hora menos.
Si comenzamos a recordar los pozos-piscina según el curso del arroyo, el más alto, el primero, sería el pozo de los Señoritos, llamado así, por ser el utilizado principalmente, por los poquísimos turistas que en aquellos años visitaban Valverde, léase los que hospedaba la tía Satur y la numerosa familia de los Sebastián Chicharro. Los del pueblo, esporádicamente, y más a pescar que a mojarse, aunque algunas veces lo uno conllevara lo otro.
Arroyo abajo llegamos a Calderete, o el pozo de la Cerrá como lo llamaban las mozas. Este era su favorito, y allí acudían en grupo tras decidir el momento oportuno de manera secretísima, dejando siempre una vigía por si algún mozo se hubiera olido la tostada y acudiera como “voyeur”. El pozo era un caldereto de peña pizarreña, limpísimo y con la cantidad de agua justa para chapotear a gusto. Tengo que decir que allí aprendió a nadar un servidor. En los últimos años de uso, se habilitó el pocete siguiente, tapando su salida con piedras y terrones y consiguiendo un espacio mayor que el original.
Arroyo abajo seguimos y, a poco, damos con el Pozo de los Mozos que, si no era especialmente bueno para bañarse, era certero para las truchas. Reconozco que los de mi edad prácticamente no lo utilizamos, por ser sombrío y no estar muy limpio en aquellos años.
Y llegamos a Calderón, el pozo por excelencia. Poco más abajo de la presa del molino, con peñas altas y bajas que hacían las veces de trampolines, con posibilidad de tirarse de cabeza o de pie, cubría por lo más hondo a un niño normal con los brazos en alto. Sus aguas, puras entonces, se ven hoy contaminadas por los vertidos del pueblo; sus orillas limpias, segado el prado y verde la noguera junto a la peña, son hoy maraña y esqueletos de árboles que apenas dejan acercarse al borde del agua por ver si alguna trucha valiente aún sobrevive.
Los últimos pozos que visitábamos los niños, eran los del Tranquillo. Se iba de tarde en tarde, normalmente acompañando a algún chaval con prados cercanos a los que había que echar el agua, o a llevar o recoger algún animal. Eran pozos un poco serios para los más pequeños, y no todos se atrevían a meterse.
Hoy, todos los pozos citados están impracticables, inaccesible alguno, con poca agua o contaminada otros y con la balsita de los Pontones como ventajosa oferta pública para los chapuzones.
Josefer