Del roble, hasta las hojas: una economía sostenible.

Se dice que del cerdo, hasta los andares. Pues del roble, hasta las hojas. En tiempos de crisis no hay que desaprovechar nada. Y son muchas las crisis que afectan a nuestra manera de vivir: económica, ambiental, de la energía, de los valores y vivimos en unos tiempos en que estas se miran con especial preocupación Sin embargo, hace unos años nuestros mayores las vivían de otra manera. En este tiempo de otoño, el de la caída de la hoja, recordamos unas costumbres que se practicaban en nuestro pueblo y seguramente en todos los pueblos de la comarca. Son detalles de pequeños hechos que nos rememoran tiempos pasados y a veces nos dan lecciones de austeridad. Lo de la economía sostenible viene de muy atrás.

Las hojas de todos los árboles, y de modo especial las de los robles por su abundancia y proximidad, tenían un gran valor para los valverdeños y los demás serranos. Llegado el momento y provistos de grandes sacas se desplazaban hacia los robledales y los prados para recolectar tan preciado producto. Iban amontonando las hojas recogidas y con lo cosechado llenaban unas grandes sacas, las mismas que se utilizaban para bajar la paja de las eras tras la trilla. Cargadas a la espalda, sujetas a la frente y rara vez en las caballerías, llevaban la cosecha hasta el pueblo. Su destino era la cama para los animales domésticos, fundamentalmente los cerdos. Sobre tan mullido colchón los suidos echaban sus siestas, hozaban y pacían lo que les placía y efectuaban sus diversas necesidades. Tras servir de acomodo para los ilustres habitantes de la «corte» y permanecer por el suelo varias semanas había que sacar la basura, limpiar la cochiquera y renovar el camastro. Pero el ciclo del aprovechamiento no terminaba ahí: la basura obtenida se llevaba al huerto y se desparramaba por todo él: las berzas, las patatas y demás frutos de la huerta crecían agradecidas. Todo ello colaboraba a la alimentación de todos los habitantes del poblado, humanos, ovinos y caprinos, équidos, gallináceos, etc. Y, por supuesto, de nuevo los cerdos se beneficiaban también de su anterior trabajo.

El provecho obtenido del roble, y de la encina, no acababa ahí. La recogida de la bellota era un momento estelar en el otoño valverdeño. Hasta que la autoridad competente, ayuntamiento o hermandad, no daba la orden no se podía ir al monte a recoger las bellotas. Señalado el día, cada familia enviaba a sus representantes a recoger las bellotas que, tras la recolección, eran cargadas en caballerías y traídas en sacos a la «casa de la villa». Allí se formaba un gran montón que, acabada la jornada, era repartido en función de las partes del terreno que poseía cada uno y del número de personas que había participado en la faena. El destino de la cosecha eran también en este caso los habitantes de la corte, lo que no impedía que también los humanos consumieran ocasionalmente el fruto, la bellota, sobre todo la de la encina que es más dulce que la del roble.

Según nos han contado nuestros informantes, en épocas anteriores, los sacos de bellotas eran bajados al molino para elaborar una harina que después era utilizada para alimentar al ganado. Como  a la molienda se entregaba el fruto íntegro, incluida la cáscara, no había duda de que la alimentación contenía una gran cantidad de fibra natural, tan importante para conseguir una adecuada salud intestinal.

Por supuesto, el roble presta su postrer servicio cuando sus ramas son empleadas como combustible en las chimeneas y su tronco sigue el mismo camino o se utiliza en vigas, postes y cuartones, constituyendo la armazón de nuestra afamada arquitectura negra. A veces, incluso, del tronco o de sus excrecencias, se fabricaba una buena bola para el llenar ocio de los serranos en el juego de los bolos y de las ramas, una buena garrota para el abuelo.

Había otros detalles que contribuían a la sostenibilidad del sistema y aprovechamiento integral de cuanto ofrece la naturaleza: los gamones, (asfódelo o varilla de San José) una planta herbácea perenne, crece en tallos de más de un metro de alto. Sus hojas y flores  en penacho eran también cosechadas llegado el momento (principios de verano) y ofrecidos a los mismos gochos, como hemos sabido que llaman también a los cerdos en algunas comarcas de León y que utilizan los gamones con el mismo fin. Y además, sus tallos secos dan forma a las sabrosas «barrenillas».

Otro fruto silvestre que se da en nuestra tierra y que se utilizaba para la alimentación es la «arverjana» o arveja silvestre. Parecida al guisante, y de su familia, crece en el campo libre, por los caminos y sus márgenes y su fruto en vainas se recogía también para la alimentación animal, aunque en menos cantidad que los anteriores.

Había otros muchos detalles en una sociedad que no sabía nada de criterios ESG (ambiental, social, organizativo, en español) que parecen estar tan de moda y que tanto preocupan a nuestra sociedad de consumo. Nuestros contenedores cada vez son más grandes, variados  y numerosos, mientras que nuestros ancestros no necesitaban ni siquiera basurero. Todo lo orgánico era reaprovechado en la casa o por los animales. Si era combustible, acababa en la lumbre y si no lo era servía para alguna pequeña reparación doméstica o agrícola. ¿No tenemos nada que aprender? No propugnaremos volver a los tiempos de la busca, pero bueno sería que aprovechemos al máximo los recursos que nos ofrece la naturaleza y no esquilmemos y deterioremos un planeta tan maltratado en muchos aspectos.  Sí que es loable que cada vez tengamos más sistemas de reciclaje y estemos más concienciados sobre él, pero a veces deberíamos meditar, y obrar consecuentemente, sobre los problemas, de energía, de alimentación o de contaminación que tanto parecen preocuparnos.

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